Calmar la Lujuria…
23 de enero de 2014 por Judith Viudes | Posteado en Hablan expertos Factor Mujer, Ideas eróticas, Otros, Relatos eróticos.Sentía sus grandes manos acordonando mis muñecas en alto. Le fascinaba tenerme de espaldas, inmovilizada contra la pared.
No podía ver su rostro ebrio de placer, solo sentía su álgida respiración en mi nunca que marcaba el compás de sus embestidas. Fuertes, marcadas y firmes.
Había perdido la noción del tiempo en aquella habitación tenue repleta de velas, y el olor a canela picante del aceite que habíamos quemado, me subía aún más la líbido.
Mis piernas, ya debilitadas, flaqueaban por momentos. Estaban en el límite de esa fina línea que mantiene el placer y el dolor al unísono.
“Tranquila, vas a coger fuerzas”, me susurró al oído.
No me hacía falta hablar, él era un observador nato. Conocía todos mis gestos, cada rincón de mi cuerpo, cada estímulo y respuesta. Tanto, que podía adelantarse a mis necesidades.
Es lo que yo llamo confianza ciega. Y es esencial para abandonarse al placer.
Soltó mis muñecas y sentí un alivio agradecido. Entonces me alzó en sus brazos y pude mirarle a los ojos, tan negros que se confundían con la oscuridad de aquella noche.
Con mera delicadeza me tumbó a los pies de la cama y empezó a masajear y besar mis piernas sin perder detalle. Sonreí.
“Te quiero fuerte y entera, relájate”, y me devolvió la sonrisa.
Sus manos recorriendo el interior de mis muslos, mojados del mayor de mis pecados, resbalaban sin cesar por la piel entre presiones y caricias. Sentía excitada el palpitar de mi clítoris pidiendo clemencia, mientras la circulación de mis piernas se volvía vigorosa para la batalla.
Sus dedos empezaron a jugar por mi monte de venus, por mis depilados y suaves labios mayores, por el exterior de mi vagina… y eso aumentaba mi lubricación. La espera me incitaba a excitarme por segundos.
Lentamente, empezó a introducir su dedo corazón en mi vagina palpitante. Y al momento depositó la punta de su lengua sobre mi clítoris hambriento. Su sexo oral era simplemente maravilloso, y mis suaves gemidos daban fe de ello.
“Avísame cuándo estés a punto de tocar el cielo, pequeña”. Me advirtió.
El cielo simplemente estaba a las puertas de mi mente desorientada, de mi cuerpo abandonado a su presencia.
A los pocos minutos le dije deseosa “Para, estoy a punto”. Y al momento, se levantó y desapareció de la habitación.
Mientras yo yacía enredada entre sábanas negras , sedienta, alterada y excitada.
“¿Qué tienes preparado para mí?”, pensaba impaciente. Amaba esa incertidumbre tan propia de él.
En aquel momento entró por la puerta con los puños cerrados y una mirada penetrante.
“Siéntate”, me ordenó. Me incliné a la vez que él me enseñaba una especie de cadena con diminutas pinzas a los extremos. Me sorprendí. Mis pezones sabían que les esperaba una sensación nueva.
“Cuando empieces a sentir un leve dolor, dímelo.” Me ordenó.
Colocó con delicadeza una de las pinzas en mi pezón endurecido y prosiguió con el otro. Yo miraba atenta. Pensaba que iba a doler, pero no. Era como un pequeño mordisco buscando placer. Me gustaba la sensación.
Empezó a apretar progresivamente las pinzas hasta el límite que le marqué. Era un dolor soportable y a la vez placentero el que envolvía mis pezones. Incluso tenía la piel de gallina, a pesar del calor fogoso que envolvía aquella estancia.
Me invitó a tumbarme de nuevo en la cama y a disfrutar de la sesión. Así que cerré los ojos y al momento sentí como introducía una especie de collar de perlas en mi vagina, o eso creí en aquel momento.
Entonces comenzó de nuevo a jugar con su boca en mi clítoris, inimaginables las distintas impresiones que envolvían mi cuerpo. Un pellizco estimulante y constante en mis pezones, bolitas empapadas en movimiento dentro de mi vagina y un descomunal placer en mi clítoris.
Sí, a segundos de entrar en el cielo.
Mi respiración aumentaba por momentos, mis suspiros no cesaban y mi corazón se disparaba ante tal pecado infinito. “Me voy, me voy…” le confesé entre lamentos.
Fue entonces cuándo empecé a sentir como tiraba y sacaba una por una las diminutas bolas de la vagina a la vez que mi orgasmo empapaba mi ser. Jamás podré describir tal sensación. Parecía que cada bola extraída era un pequeño orgasmo arrancado. Hasta olvidé las pinzas en los pezones…
Me ahogué en el aquel nuevo placer.
Cuando volví en sí, estaba sentado a mi lado. Mirándome satisfecho.
“Señorita, esto es lo que yo llamo orar para calmar la lujuria”, me dijo.
Y depositó en mi mano el rosario empapado que me había dado un orgasmo por cada penitencia.
…Sólo yo sabía pervertirlo así.