No le gustaba nada ese sonido que, a pesar de la distancia, parecía que estuviera en la misma habitación con ella. El día anterior debía haber ido a recogerla y no dejar que se mojara. Por eso ahora quería cuidarla, porque había pasado muy mala noche y odiaba saber que estaba mal.
Terminó de poner un cuenco con un poco de sopa y tomó la bandeja para llevarla a la habitación, donde su princesa le aguardaba. Empujando la puerta para entrar, observó el cuerpo de ella, sus ojos llorosos y la sonrisa que trataba de darle y que le llegara a los ojos sin mucho resultado. Y aún así, ella era su tesoro.
No iba a dejar que se pusiera peor, se había tomado el día en su trabajo y tenía todo el tiempo para cuidarla. Igual que ella hacía por él cuando se enfermaba. La tos que tenía no le molestaba, pero no quería verla enferma, no su chica.
La mano de ella le acarició la mejilla y su cabeza se inclinó hacia ella. Le dejó un beso en la palma antes de cogerla y volver a besarla. Iba a decirle que descansara, que durmiera un poquito, pero no hubo forma de hacerlo, de pronunciar una palabra. Solo podía mover los labios y la lengua ante el ataque inesperado de ella. Tan sorprendido lo había cogido que ni siquiera pudo encontrar fuerza para resistirse a los besos de ella, a su embiste, viéndose de repente tumbado en la cama con ella encima.
El beso interrumpido por un nuevo ataque de tos le dio la ventaja para cambiar las tornas y devolverla a ella a la cama. Estando encima, con las manos de ella sujetándoselas, la incitaba con sus caderas, con su protuberancia que había crecido y necesitaba alivio. Observó cómo en la cama había también una bala vibradora que no sabía de dónde habría sacado pero que pronto se ocupó de ella.
- A dormir, fierecilla. – Susurró levantándose de la cama.